Ando tan perturbadita que me tomé un whisky y me puse a leer el Tratado de la Desesperación. El título me atrajo con la fuerza gravitacional de una mega estrella.

Se trataba -qué menos- del horror y la salvación. Se sostiene lo que cualquiera que se tome un whisky leyendo eso ya constató: que la felicidad no es esencial al espirítu.

Tampoco lo son la belleza, el amor o la alegría. Todo eso es vano, superficial, falso contento, dice el Tratado. En ese momento empecé a pestañear medio desorientada. Y entonces, ¿qué? -me dije-. Pero el tratadista respondió de inmediato:

Lo único definitivo es la eternidad. Y ella apunta a la desesperación. El que no ha estado desesperado no habrá existido para la eternidad.

A esa altura de los acontecimientos empiné la botella del pico y tiré el libro:
- ¿Ah, sí? ¿Y a esa señora eternidad quién la conoce? -gemí arrastrándome hasta la cama-: ¡Yo no vivo bajo su jurisdicción!

Qué pena que una respuesta ingeniosa no sea suficiente, ¿no?

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